Novela: El Ser que vino del Cielo (Capítulo II)


Han pasado los años desde la llegada del bebé al Monasterio y muchas maravillas han visto los curas suceder en ese lugar. Y aunque la presencia del niño es una bendición para ellos, hay un suceso en particular que los ha obligado a usar una cacerola en la cabeza, pues sólo de esa forma sienten que sus pensamientos están seguros.  


El Ser que vino del Cielo
ESMARAGDO CAMAZ


CAPITLO II
LAS CACEROLAS



Veintidós años después (2012)…

--Debemos informar a Roma—insistía el padre Sirenio una y otra vez.

--Todos sabemos que Jesús, nuestro Jesús, es el Señor, es la resurrección de Jesucristo ¿quién podría dudarlo si lo conocieran como nosotros lo conocemos?—argumentó Macías, el cura más apegado al joven que misteriosamente había llegado veintidós años atrás en un huevo.

--Eso no está a discusión padre, todos estamos de acuerdo que Jesús está de regreso en la Tierra, pero lo que tenemos que cuestionarnos es si en Roma el Santo Padre estará dispuesto a escucharnos—planteó el padre Nicolás, quien ahora era un anciano de 94 años.

--No veo porqué el Santo Padre habría de rechazarnos, más bien veo el regocijo de la Iglesia al ver que nuestro Señor ha vuelto—dijo Benigno, todavía 22 años después, la máxima autoridad dentro del Monasterio.

--Estoy totalmente de acuerdo con eso padre Benigno, además, el regreso de Jesucristo no sólo traerá al Mundo la redención, sino que su presencia en la Tierra renovará a nuestra Iglesia, que tanto lo necesita—agregó Nicolás.

--Sí, eso es cierto—respondió Macías emocionado.

--Pero además el pueblo tiene derecho a saber que nuestro Señor está de regreso en la Tierra, eso es lo que mueve la fe de millones de católicos en el Mundo, nosotros que contamos con la suerte de tenerlo aquí, también tenemos la obligación de decirle a la Humanidad que Jesucristo ha regresado—insistió Nicolás.

--Este es el momento adecuado para dárselo a conocer, primero a Roma y de ahí al Mundo, piensen… ¿en qué año estamos?... ¿no es acaso éste 2012 el año del fin y del inicio de una nueva era?, se ha explicado que este año no es el fin de Mundo, sino que éste es el año de los grandes cambios, es el año de una nueva vida y la llegada del Señor, me parece, es justo el momento que la Humanidad hoy, más que nunca, está esperando, creo que nosotros podemos darle al Mundo lo que tanto necesita, bueno, no es que nosotros se lo demos, sino que debemos sólo informar que nuestro Señor Jesucristo está de regreso…—expresó vehementemente el padre Federico.

--El regreso de Jesucristo también fortalecerá a nuestra Iglesia y la hará crecer mucho más, piensen que el Mundo entero al saber que Jesús ha vuelto a la Tierra, se convertirá al catolicismo, millones de almas se convencerán de que lo dicho en las escrituras desde hace dos mil años era cierto, porque tal como lo dijo el Señor al partir, un día iba a regresar a salvar el Mundo y ese día, por fin llegó—

--Claro que sí padre Benigno, tiene razón, así será—concluyó Nicolás.

--Amén—apuntó Macías al persignarse.

--No, no será así—atajo en un tono seco el padre Constanzo.

Los curas, que sabían de antemano la postura del italiano, prestaron especial atención a sus palabras, pues Constanzo era de alguna forma, el vínculo del Monasterio con el Vaticano, o al menos, así lo que creían todos.

Su palabra debía ser particularmente importante en el concilio que tenía lugar en el comedor de la sala central del Monasterio, justo en el mismo lugar que veintidós años atrás ocupó la mesita de centro en la que Macías depositó el misterioso huevo en el que Jesús llegó.

La estancia no había cambiado mucho en todo este tiempo. El piso de loseta roja, ese que se acostumbra tanto en las casas más humildes de los pueblos del sureste de México, seguía ahí. La paredes, antes de color blanco, hoy se veían amarillentas. Y los muebles, de madera todos, sólo habían cambiado de posición, pues con la puesta del comedor en el centro, éstos tuvieron que ser reacomodados dentro de la extensa estancia.

Y aunque las novedades en esa sala central eran pocas, habrá que decir no obstante que éstas eran, eso sí, muy significativas.

La pintura con la imagen de Jesucristo, que durante años estuvo colgado al centro de la estancia, antes de la llegada del niño en el huevo y aún varios años después de este suceso, hoy pendía de una de las paredes laterales, en un segundo plano de importancia.

Al centro de la estancia en la pared tras el cabezal del comedor, colgaba una foto reciente de Jesús, el niño del huevo, hoy un joven de 22 años de edad.

Su parecido físico con el personaje de las pinturas y las representaciones de Jesucristo era asombroso. Y su vestimenta prácticamente igual. Desde su adolescencia en el Monasterio, Jesús vestía una túnica blanca.

Durante años Macías personalmente había confeccionado las túnicas del niño. Y aún ahora ya siendo un adulto joven, el bondadoso cura seguía cosiendo para él.

--¡No, no y no! al Vaticano no le interesa el regreso de Jesucristo. Muchas cabezas van a rodar ahí con la llegada del Señor, porque a Jesús no le va a gustar lo que va a ver en Roma, pedirá cuentas y la Iglesia toda va a desaparecer. Además, el Papa no quiere jefes ni competidores. ¿Acaso no se dan cuenta? ¿Qué rol jugará el Papa si siendo el representante de Pedro en la Tierra cohabita ahora en el Mundo con el mismísimo Jesucristo? ¡Piensen!--  les espetó Constanzo.

Los curas sabían del rechazo del italiano a la idea de que Jesús fuera presentado en Roma como la resurrección de Jesucristo, pero se sorprendieron al escucharle argumentar contra la Iglesia y más aún, contra el representante de Pedro en la Tierra.

--El regreso de Jesucristo en la Tierra es el fin del catolicismo y de toda Iglesia, ¿qué sentido tiene el Ministerio de la Fe si el Señor ya está físicamente entre nosotros?—ahondó el clérigo. –Roma no debe saber que Jesús ha vuelto—

--¡Pero padre Constanzo por Dios! ¿quiénes somos nosotros para decidir por el Señor? Me parece que Jesús debe decidir por sí mismo qué pasos y acciones tomará con respecto a Roma y a su Iglesia, y por eso el Vaticano debe saber que él ya está aquí—respondió Nicolás, el cura que siempre polemizaba con el italiano.

--¡Jesús, hijo mío!—expresó Benigno con asombro al ver al gigante que iba entrando a la estancia.

Los curas presurosos –incluido el propio Benigno que tenía de frente a Jesús- se enfundaron la cacerola en la cabeza.

Jesús al verlos cómo se cubrían la cabeza con el metal, esbozó su clásica sonrisa pícara, la misma que dibujó a los 12 años, cuando los curas lo descubrieron como un poderoso telépata.

El niño creció en el Monasterio, aunque en sus primeros años asistió a la escuela que las madres reparadoras mantenían para las clases media y media alta de San Cristóbal de las Casas.

El niño se fue revelando pronto como un prodigio. A los tres años de edad, cuando ingresó al preescolar en el colegio de las monjas, Jesús fue capaz de leer apenas en días. Su paso a la primaria fue inmediato y antes de llegar a la pubertad, ya estaba en la Secundaria.

La escuela de las madres reparadoras no pudo ofrecerle más y a los diez años, los curas del Monasterio decidieron que a partir de ese momento, Jesús debía continuar sus estudios con la instrucción personalizada de algunos profesores que lo asistieron a domicilio.

Para ese momento, cuando Jesús empezó a ser visitado por los profesores de Bachillerato, los curas del Monasterio ya habían logrado en él también grandes avances en asignaturas propias del Seminario de Dios.

Los aspirantes al Seminario Mayor que ingresaban al Monasterio eran adultos y realizaban profundos estudios sobre filosofía y teología en un período de tiempo mínimo de seis años.

Durante este tiempo, los seminaristas eran sometidos también un estricto programa educativo en ramas como Ontología, Psicología Metafísica, Psicología experimental, Lógica, Crítica, Teodicea, Ética, Teología fundamental, Biblia, Historia de la Iglesia, Derecho canónico, Teología moral, Liturgia y Música, entre otras.

Pero además y de acuerdo a las exigencias de la formación del sacerdocio católico, los estudiosos del Seminario también debían profundizar en disciplinas como Sociología, Antropología, Literatura, Oratoria y Comunicaciones.
Cuando Jesús alcanzó la adolescencia a los 12 años, el niño era docto en todo este conocimiento y no había seminarista que fuera una competencia para él.

El larguirucho niño había desarrollado un particular interés en las ciencias de la Anatomía Humana, la Medicina y la Botánica, y la mayor parte de su tiempo e interés, en esa época de la adolescencia, la orientaba a estas disciplinas.

Para esos días en el Monasterio, lo curas se maravillaban con las proezas del niño y no perdían oportunidad para lanzarle deliberadamente trucos y acertijos que ponían a prueba sus conocimientos, pues se deleitaban verlo cómo siempre era capaz de resolverlos.

Todo les gustaba del niño y tenerlo entre ellos lo consideraban la mayor de las bendiciones. No obstante un día, Jesús dio muestras de otras cualidades que no habrían de ser necesariamente las que mejor cayeran en el ánimo de los sacerdotes.

La señora Esther Ibarrola se las ingeniaba para comunicarse con el padre Federico. A sus 37 años, era una mujer todavía de carnes firmes y de una belleza sin igual, imposible de pasar desapercibida a la vista de cualquier hombre.

Federico, que en ese entonces y a sus 39 años, no perdía la costumbre de pasar a las casas de las damas de sociedad a sacarlas de apuros, había optado por hacer mutis cuando Esther lo buscaba, pues una de las hijas de esta, Victoria, de 14 años, había presenciado fortuitamente un encuentro entre su madre y el cura.

El clérigo estaba preocupado por el incidente y sobre todo, del alcance del mismo. En la pequeña capilla del Monasterio, reservada exclusivamente para el uso de los seis curas de mayor rango, Federico cavilaba hacía horas sobre los sucesos que lo mantenían en vilo.

--El siervo no puede huir del corral cuando desbocado anda, porque la puerta de frente no puede ver—dijo Jesús, quien se le apareció en la capillita al cura sin que éste se diera cuenta.

--¡Jesús hijo, me asustas!—

Federico dio un salto del susto que le provocó ver a Jesús parado justo enfrente a él, lo que abonó a su sorpresa, pues no pudo entender cómo el niño había llegado hasta ahí sin percatarse de él.

La mirada de Jesús era penetrante, pero le produjo al cura mucha paz y tranquilidad.

--¿Qué es todo eso que dijiste hijo?—le preguntó Federico al niño. Esta era la primera vez que Jesús hablaba con parábolas.

--Liberar las culpas no podrás si no ves del camino, atrás—asentó Jesús.

--¡¿Qué?!—

--Sé lo que te pasa, te escuché cuando estabas pensando en lo que vio la niña, sé que te preocupas porque ahora que ella lo sabe, los demás pueden saber lo que hacías en la casa de su madre—

Federico se quedó pasmado con la respuesta de Jesús.

--Pe, pe, ¿pero cómo sabes eso  hijo?—

--Sé lo que estás pensando y sé también que en este momento no me crees, pero puedo escuchar todo lo que piensan—

--¿Si? ¿Y cómo puedes hacer eso?—lo cuestionó el cura en tono de reto.

--No lo sé, sólo sé que puedo hacerlo y te advierto que no es necesario que me pongas pruebas—le respondió Jesús en un tono autoritario que lo dejó de una sola pieza.

--¿Y desde cuándo puedes hacer eso?—

--No sé, pero hace mucho, hace mucho que escucho lo que piensan—respondió Jesús sin mayor emoción.

--¿Y porqué no nos habías dicho hijo?—le cuestionó en tono reflexivo.

-No lo sé—
Federico estaba pálido. Y no acertaba a hacer juicios sobre lo que Jesús le estaba revelando en ese momento por temor a que el niño escuchara sus pensamientos.

Jesús se dio cuenta de la mortificación del cura al saberse mentalmente encuerado por sus facultades síquicas.

Entonces para aliviar el pesar y el temor del cura, Jesús tuvo en ese instante la puntada de hacerle creer a Federico que sólo el metal estropeaba su percepción sensorial y que en esas condiciones era mucho más difícil recibir una transmisión nítida de los pensamientos de las personas a su alrededor.

La noticia del poder síquico de Jesús y de la protección contra esa facultad corrió de inmediato en voz de Federico como una advertencia para los curas. Por eso a los pocos días desde esa revelación, los clérigos del Monasterio adoptaron una cacerola que colgaba de una soga al cincho con el que sujetaban el ropón.

Y así cada vez que se enfrentaban a Jesús hacían uso de la cacerola, pues poniéndosela sobre la cabeza como una especie de sombrero creían que sus pensamientos estaban seguros.

Por eso Jesús esbozaba una sonrisa cada vez que veía a los curas con el sombrero-cacerola, pues aún cuando éstos se sentían seguros, el gigante siempre sabía lo que ellos pensaban.

Y esa tarde en la estancia central del Monasterio, donde tenía lugar el cónclave para decidir sobre su identidad, Jesús le iba dar una nueva lección a los curas.

Continuará…





Capítulo I: El Huevo
Capítulo II: Las Cacerolas
Capítulo III: La Primera Señal
Capítulo IV: La Conexión
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